La
rosa.
Hay
un ramo de rosas en esa habitación. Una es ciega, permanece con el cuerpo
encorvado mirando al piso de baldosas púrpuras, con los pétalos abiertos y su
corona cerrada. Es azul, tiene nervaduras negras, de piel suave y tersa como un
cielo despejado. A veces parece que quisiera desprenderse del arreglo, salir
del florero a recorrer el pequeño cosmos donde habita. Del otro lado de la
cómoda donde permanece junto a sus hermanas, hay una pared llena de retratos y
un vitral en amarillos, naranjas y rojos que deja entrar al sol casi desnudo.
Un
día la rosa ciega amaneció con un respirar profundo de polen celeste, un
pequeño glaciar espiritual que comenzó a desgajar algunos de sus pétalos como
el hielo de los polos. Comencé a vigilar su estado de salud; pero cuando el sol
se retiraba de la sala, salía corriendo como si una nube de gorriones me
llamara al patio. Al volver se hacía el silencio. A veces una mandarina caía
cerca de mí y mojaba mis zapatos de goma.
Una
noche al fin me sentí valiente y me quedé en el descanso de la escalera frente a
la puerta de ese lugar, miraba sus enormes sillones verdes de terciopelo, las
ventanas y su colección de caracolas de mar en las orillas. Esperé y esperé
hasta que sentí que la rosa ciega había conciliado el sueño. Me asomé por la
puerta, apenas rechinaba. Metí primero una mano, después todo mi cuerpo tibio e
incierto como un fantasma. Oculta en ese lugar, la rosa era polvo de estrellas.